DON VALERIANO, UN EDUCADOR

Don Valeriano, fue, de siempre, un educador, generoso educador. Un aspecto importante y a destacar dentro de la panorámica familiar en la crianza de la saga que conformamos sus hijos. Apasionado por la esencia y raíz de la cultura, enamorado apasionadamente de Cáceres, buena gente, compañero, buena gente…

… Por la mañana, antes de que el alipende cogiera apresuradamente los bártulos y se encaminara al colegio de don Juan Checa Campos, en la calle General Margallo, toda una institución escolar, don Valeriano te hacía repasar los deberes… Y, aunque desayunaba los churros con el café con ese sosiego moral propio de su bonhomía, permanecía atento a las explicaciones y respuestas del escolar, que, por lo general, no las tenía todas consigo.

El almuerzo lo aprovechaba para fomentar esa vieja, noble y sana tradición que conforma la cultura del diálogo y la tertulia familiar, que en los tiempos que corren, anda más bien como desaparecida y evanescente. Acaso por el cambio de los tiempos, de época. Salvo error, que todo es posible, en la apreciación del escritor.

Todos los miembros de la familia sentados alrededor de la redonda mesa camilla y compartiendo mantel, comida y conversación. Don Valeriano impartía, en orden y con moral, generosas y humanas y humanísticas lecciones de vida, se interesaba por la marcha de la saga, por sus conocimientos de y sobre Cáceres, por su aplicación en los estudios, y trataba de seguir con la mayor atención los pasos formativos de la compañía que conformábamos sus hijos. Siete, aunque rápidamente, con el fallecimiento de Valín, el pequeño, víctima de una cruel enfermedad, nos quedamos en seis y huérfanos de la cariñosa compañía del benjamín, que llevaba los nombres de Valeriano José Rodrigo.

Ya por el atardecer, cuando sus ocupaciones se lo permitían, cogía a la saga y nos dictaba párrafos del terrible Miranda Podadera. Un libro que venía a suponer como una provocación para las faltas de ortografía, nos hacía leer en alto alguna página de cualquier libro que echara a mano de aquella amplia y espaciosa biblioteca. Lo mismo daba que fuera «Extremadura, la tierra en que nacían los dioses» como «El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha«, «La familia de Pascual Duarte«, «Marcelino, pan y vino«, «La tía Tula» o vete a saber si no descolgaba «Los episodios nacionales«, mientras permanecía pendiente de nuestra pronunciación: «Esa ese del plural, Juanito«, o «esa vocalización, hay que vocalizar con claridad, que se entienda bien lo que lees y expresas«, o «cuida de entonación«, o «ese énfasis«, o «esa coma o ese punto, que denota la claridad expositiva de la frase, porque las comas y los puntos tienen su importancia en la lectura, obviamente«.

Igual que nos impregnaba con las páginas de su cacereñismo, que aquí, entre nosotros, más allá de la pasión de hijo, es de reconocer que, con las páginas de su trayectoria y de su biografía, mereciera la calificación de «cum laude«.

Como consecuencia, ya en este terreno del cacereñismo, que conocía con una esmerada dedicación de muchos años, nos hablaba de una figura insigne como la de don Miguel Muñoz de San Pedro, de la labor de la revista «Alcántara«, del sabor de las tertulias ciudadanas y callejeras, interesadas en la marcha y en la actualidad de la vida capitalina, del abanico de esencias que ofrece la pequeña capital de provincia, de Fernando Bravo Bravo, de Victor Gerardo García del Camino, de José Canal Macías, de notables e ilustres estudiosos y divulgadores de la historia de Norba Caesarina, de ayer y de hoy, de Antonio Floriano Cumbreño, de personajes populares de las cercanías ciudadanas, de profesores, comerciantes, empresarios, catedráticos, investigadores, del sabor y el costumbrismo histórico de las fiestas locales, como las de San Blas, las ferias de mayo y septiembre, la bajada anual de la Virgen de la Montaña, las biografías de los nombres que ilustraban los rótulos de las calles cacereñas, «porque eso es algo fundamental y que debéis de conocer«, porque lo mismo te espetaba en cualquier ocasión:

— ¿Y qué sabe el amigo, por ejemplo, de la insigne figura de don Diego María Crehuet?

El pequeño, entonces, se arrebujaba, pensando que ya le podía haber preguntado su progenitor por la calle Pintores, que entre comercios y la propia palabra pintores facilitaba siquiera fuera una mínima salida… Ante la cara de duda del estudiante, don Valeriano cambiaba el protagonista de la calle y exponía con una voz nítida:

— ¿Y de Gil Cordero, qué nos dice el amigo?

El amigo, como soltaba con su peculiar pero bonachona ironía, enrojecía de vergüenza por su ignorancia y desconocimiento de dato alguno sobre «la insigne figura de Diego María Crehuet«, y de Gil Cordero, y esperaba la correspondiente explicación, a fin de memorizarla en la medida de lo posible porque, a buen seguro, que tal o tales figuras habrían de ser repasadas por la tarde en el empeño paterno para ilustrarnos sobre la importancia de los rótulos del callejero como de tantas cuestiones alusivas en la nomenclatura de Cáceres.

Don Valeriano, asimismo, nos insistía en la necesidad de frecuentar por la Biblioteca Municipal, del aprendizaje por los parajes y los pasajes de la Ciudad, Vieja o Antigua, como se denominaba en Aquellos Tiempos a la hoy Ciudad Monumental, Patrimonio de la Humanidad, insistiendo, como se lograría, que tendría que rehabilitarse a costa de los esfuerzos que fueran necesarios, y de la amplitud de los valores culturales y humanos y urbanos que se condensaban en Cáceres… Hacía un alto. Y tan solo unos segundos después de un silencio añadía:

— ¡Que son muchos, hijo…!

Luego, quizás, acaso, tal vez, echaba una ojeada bondadosa, como la propia expresión que emanaba de su cara, por el horizonte del despacho: Los paisajes y casas de Victoriano Martínez Terrón, cuajados de figurativismo y de color, con tejas retorcidas, con calles así como tortuosas, con esplendor de campo, los retratos de Solís Avila, que en unos minutos te copiaba la expresión y los rasgos, la caricatura amiga de Lucas Burgos Capdevielle, la prensa del día, la de Cáceres, Madrid y Barcelona, el desfile de fotografías, con la belleza genuina del rostro de mi madre, con el documento de la familia entera, con las revistas nacionales y provinciales, «La Estafeta Literaria«, «Revista de Occidente«, «Ejército», «Monasterio de Guadalupe«, con los montones de cuartillas y folios en papel cebolla con sus apuntes, con sus artículos, con sus trabajos por el Cáceres de Aquellos Tiempos, con sus colaboraciones, con sus crónicas, con sus conferencias, con sus pregones, con sus recortes, con la instantánea de don Valeriano en su despacho munícipe como un servicio abierto de modo permanente en lo que ya entonces conocía, de forma servicial, como de atención al ciudadano, que le solicitaban los vecinos sobre los más variados y diversos temas… Pero que él, como servidor público, no podía por menos que atender. Dejando constancia expresa, que conste, de que hasta que no lograba solventar las demandas conciudadanas no dejaba el tema.

Así, al menos, lo denotaba y confesaba su pequeño cuadernillo de cuadrículas, siempre en el bolsillo de la americana, donde apuntaba, con perfecta y culta caligrafía todas las exposiciones, sugerencias, peticiones y solicitudes del paisanaje que se encontraba en el camino de sus rutas y tránsitos por la ciudad. Todo un largo listado de los que iba dando cumplida cuenta a sus demandantes.

Posteriormente, con la mirada tintada por esos brochazos permanentes de ilustración formativa, y mirada serena, aconsejaba:

— Sería conveniente que nunca olvidaras los consejos de tu padre… Que cuanto te dice no es más que por tu bien.

Nos hablaba y formaba con temas de educación, de deberes y obligaciones, de corrección, de modales, de cumplimientos, de esfuerzos, de aplicación en el estudio «para ser hombres de provecho«… Le preocupaba, sobremanera, la hondura y la sensibilidad del panorama de la cultura, como base en los pasos y en los andares por los caminos y caminares en la vida de cada uno de sus vástagos.

Don Valeriano (Gutiérrez Macías, claro es), se representaba, por tanto, como un culto perfeccionista. Porque, como solía aplicarnos, «siempre se puede mejorar todo«.

Una de las aficiones persistentes de don Valeriano, en el ámbito cultural, radicaba en la caligrafía. Lo que trataba de inculcarnos a la prole con ese sentido educativo que le distinguía.

Leer, estudiar, observar, aprender, escribir, consultar el diccionario, la prensa, los libros, utilizar a base de bien los numerosos ejemplares que conformaban la Biblioteca y en la que no paraban de entrar volúmenes…

Como buen amante de la caligrafía la practicaba con frecuencia: Aquí os dejo la dedicatoria de su libro «RETABLO POPULAR DE LA TIERRA PARDA» a la Facultad de Filosofía y Letras, de la Universidad de Extremadura.

Ya, llegado por fin el tiempo libre del día, probablemente por una más que caritativa señal de mi madre, tras entreabrir la puerta, el chicuelo salía despendolado y a todo meter a la calle donde le esperaba inquieta la pandilla para echarse un impresionante fío, en los que nos partíamos el pecho como jabatos, que, a fin de cuentas, representaba lo más importante en el argumento de la sesión cinematográfica personal del transcurrir temporal del muchachuelo, tratando de emular a los Tate, Mandés o Palma, aquellos ídolos del Club Deportivo Cacereño de nuestros amores y pasiones.

Un fío, con las porterías dibujadas por trazos de tiza en los bordillos de las aceras, o con las alcantarillas, y que solía durar hasta que nos llamaran para la cena o si asomaba un guindilla que, si nos pillaba desprevenidos, cosa extraña, porque siempre nos tenían ojo avizor, nos espabilaba la pelota…

Gracias, pues, querido papá, de todo corazón, ahora que me he permitido el lujo de pasear de tu mano por el recorrido que cada día queda, lamentablemente, un poco más atrás. Y también, por supuesto, a la vez,  porque cada día, afortunadamente, queda, asimismo, un poco más cerca.

Y hoy, como añadido, con mayor gratitud que nunca. Y también, gracias, muchas, a ti, mi querida mamá, siempre con ese gesto,  extraordinariamente cariñoso, que nos libró de alguna pequeña regañina y por aquellos gestos que nos permitían desarrollar aquellas otras inquietudes callejeras, que, sin aportarnos ningún futuro, nos daban alas de aquella, nuestra propia e ingenua libertad, que no pasaba de eludir un poco los estudios, de atrapar unos pajarillos, de mirar a las pequeñas vecinas o de jugar a burro nuevo, al rescate, al salto del estudiante, a mosca burrera, o de echarnos algún cigarrillo de anís entre las primeras toses…

Luego el transcurso del tiempo, sin darnos cuenta, iba dando uno y otro y otro paso que, todos unidos, conformaban, paulatinamente, sin prisa pero sin pausa, como solían decirnos nuestros mayores, un espectacular salto de época. Tal como hoy, si hay suerte y lugar, podemos transmitir a quienes nos siguen… Otra cosa bien distinta resulta la de convencerles de que eso es así… Que en asuntos de razones, los mayores, de siempre, suelen llevarla, pero que, en los momentos puntuales de los debates, les son rebatidas por aquello de las inmensas distancias en los territorios generacionales.

(A la memoria de don Valeriano y doña Dorita, que gloria hayan, que tanto nos dieron y entregaron tan generosa, tan esforzadamente).

NOTA: La caricatura apareció publicada en la revista «Alcántara«, de allá por los años cincuenta de la pasada centuria.

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